martes, julio 26, 2011

Crónica de un viaje a las Islas Murciélagos

 

 

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Dedicado al grupo –Ballenas fugaces-

Llegamos al puerto de Cuajiniquil, frente a los barcos pesqueros y sus banderas ahuecadas de plástico; las bollas agrupadas que alguna vez flotaron; las cuerdas con sus nudos de ligue para amarrarse del mundo y; la piel, la nuestra, como un humedal con las manos al aire; y dos delfines jugueteando a la llegada.

La lancha tiene ese régimen de libertad con el que se mueve. Tres de ellas parten de aventura. Nos movemos porque el oleaje tiene algo nuestro, algo que nos pertenece, es la movilidad de la vida. Sentarnos con cierta incomodidad deseada porque afuera de ella, digo de la comodidad, está o la inercia o la existencia.

Las aguas y su verdor oscuro nos remiten a detenernos, dos tortugas en estricta copulación, un natural remolino erótico de preservación de las especies. Y digo:-no hay mayor placer que dejarse ir con la marea y con el enamoramiento. Todo puede terminar allí en la multiplicidad de un afecto y con los aromas de sal. Aunque esa sería otra historia.

Regresan mis intenciones del por qué hago este viaje, por esas ganas de dejar atrás, lo que atrás debe dejarse y reconstruirme. Y desde la otra lancha, aparece la primera de lo que serían tres visibles visitas de una ballena. Con su lomo vertical y sumergido. Todo se detuvo. Esa inmensidad aparece y desaparece para ver las diminutas ansías de otra especie que lo aguarda. Pero así nos deja hasta otro día.

El mar produce un efecto rotundo de retarlo. Algunos se tiran al agua con la perplejidad de estar en medio océano y sentir sus vacíos mágicos. Los esperan los hilos de mar de las medusas y la perpetuidad de su ardor por varios días. Todo es parte de sentirse océano, dolor que no importa si hay asombro.

La unicidad es parte de este viaje, somos uno con solo tocar la arena de las islas. Acampamos en la longitud con la que no tememos de la noche. Cualquier distancia con el universo es una mentira.

Trepamos la montaña para brindar por la libertad, por los que aún se tientan de no vivirla y por los que sin duda, son por sí mismo, la propia extensión de su autonomía.

Seguimos profundidades y alturas para entender algo, somos toda una conexión que busca su integralidad con algo.
La variabilidad de lo que somos se siente en pequeñas ideas de racionalización. La mente no puede abrirse allí, sino damos permiso a las diferencias. Siempre hay acortamiento de vista cuando no aprendemos a ver todos los rincones que se suponen y que existen. No hay únicas verdades más que 22 abrazos y tantos más para confirmar que se puede ordenar las parodias y las diferencias del conflicto humano.

El tambor, la zampoña de los dioses de Baco soplaron noches y madrugadas y el canto de las sirenas.

La luna apareció asolapada o con la visibilidad de poder entenderle su asomo. Las estrellas fugaces eran lentas con la curiosidad de pensar que nuestros deseos, eran esos, minutos que laten para anclar parajes en la eternidad.

Cada quién asumió su cuento personal como una andanza, un reencuentro, una despedida o solo una mueca a la cotidianidad.

No pudimos encender velitas por la brisa marina pero en los ojos de todos había iluminación. Las palabras tenían música, poesía y en otros casos contradicción. Todo fue el resumen de quién somos y por quién nos dejamos ser.

Y seguían las ballenas asomándose, y las estrellas fugaces.

Y bucear era el principio de vencerse. Y todo allí, desde las burbujas del tanque, los cardúmenes rojísimos y amarillos, y los negros con puntos fosforescentes,  las estrellas de mar azuladas como pequeños ríos de todas las direcciones, de todos los sueños que se contaron y se repiten, y se terminan…

Y la madre tierra nos acerca con su tempestuosas aguas y no somos nada ante su brío y desasosiego. Aún queda sal en mis orejas y un cuerpo vibrante y movible y cientos de carcajadas.

Somos el eco de esas ballenas que se cantan y la luz que no se apaga en las estrellas que se fugan.

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