creo y no creo en DIOS
A nadie le gusta ya las melcochas existenciales: ¡que si sí, que si no… que con está me caso yo! que tiempos aquellos cuando jugaba “arroz con leche”; ahora cantaría el estribillo con la misma simpleza de niña, pero con la complejidad adulta del creer, que si existe Dios, que si, que no… que con esta idea me quedo yo.
Si fuera tan simple. Mato un zancudo y pienso… era esa la naturaleza divina, si soy Dios para el pobre mosquito y juego con mi poderío de dejarle vivir o morir; o si es él quién es Dios y decide no picotearme para morir de malaria. ¿¿ ¿?
Es compleja la deducción y no daré argumentos dogmáticos ni irrefutables sobre su existencia. Pero si les contaré que antes de que se me impusieran las creencias ortodoxas de la fe; tuve roces exquisitos con el verdadero adjetivo de la espiritualidad.
Crecí en una vieja casa de anchos, anchísimos jardines. Uno de pequeña mira todo más grande pero en realidad era tan amplia como una quinta.
Había muchos rincones con plantas selváticas que me envolvían de encantamientos.
Recuerdo los sumideros del bambú; eran las murallas frondosas de un rancho. Jugaba allí a esconderme. Miraba hacia sus lánguidas ramas con reposo de altitud e imaginaba ser un topo revoloteando en su madriguera. Era perderme en mi propia vida subterránea; escarbando sobre mis idearios y utopías.
Al crecer me detallé en averiguar porque me gustaban tanto los topos. Lo curioso de este animal es su sentido del tacto y su sensible hocico. Le permite percibir las mejores rutas de excavamiento. Quizás por ello me atraía tanto y me deleitaba muchas veces en personificarlo. ¿Pero porqué? por su destreza de percepción, de misticismo, de búsqueda... Excavar y excavar hasta llegar a un punto de refugio.
Tenía otro lugar favorito, un espacio donde habían cabestros tupidos de papiro, un árbol enano de cas y otro boscoso de pino. En vez de césped había plantas de cinquillo que daban sensación de una alfombra mágica.
Fue en la época de mis ocho años. Le pedí a mi padre que me construyera allí un refugio pero solo un galerón con un techito para los días nublados. Lo describo a detalle porque allí me adormecía en reflexión. Lo miraba todo con detenimiento; mis primeros letargos de espiritualidad. Me sacudía ante el asombro, lo natural y esa fue la simplicidad que me acercó a Dios por primera vez. Mi mundo de preguntas. Mi cajón de porqués sin derecho a sacudirlas.
Dios me hipnotizo de fotosíntesis y credibilidad. Me dormí muchas veces escuchando la lluvia timbrar sobre las latas del zinc; perseguía las gotas que resbalaban en las hojas del platanillo; cuestionaba mi suerte y la no suerte de otros; descubrí el misticismo en los olores verdes y en el reguardo provocativo de mi guarida.
Que si creo en Dios? Sí, claro… creo pero a mi manera de topo, de excavadora sin fin, de una forma que no puedo convencerlos. Boté los escaños de la credibilidad que se basan de lógica, de profecías y ceguedad incuestionable. Podría argumentarle con miles de textos bíblicos, con consecuentes apologías doctrinales y científicas -pero no- creo que existe Dios a mi modo, y al tuyo, al de cada quién.
Que si NO creo en Dios? No, no creo… en el Dios de miedos, de culpas y sobrecargas que me inventaron. Fui misionera por casi dos décadas. Fanática y obsesionada. Así que imagínese lo difícil que fue quitarme la ropa impuesta, que se me cayeron las escamas. La racionalidad me cortó de su cordón umbilical. Me desalojó la religiosidad. Me desasociaron de sus ideas. Y yo los expulsé de mi vida.
Creo y no creo en Dios. Podría detallarles mi ambigüedad con espesuras de discernimiento, repito, pero mi única luz de madriguera, fue el asombro de ser topo a mis ocho años escarbando libre dentro de si.
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